¿Os gustaría leer una historia de Suboficiales? Pues os voy a relatar una, una de primera mano, pues eso era yo por aquel entonces, una especie de Suboficial, con unas responsabilidades y autoridad propias del empleo de Sargento o el de Sargento Primero, parecidas a las que tienen esos mandos en la actualidad, y fácilmente me entenderéis en cuanto avance un poco mi relato.
Servía a las órdenes del general Anibal Barca, el ungido de Tanit, el más grande estratega de todos los tiempos, enrolado en el gran ejército multinacional de Cartago y, dentro de este, encuadrado en uno de los cuerpos constituidos por nativos de la Península Ibérica.
Es de casi todos conocido el hecho de que aquella gran Unidad estaba compuesta por tropas procedentes de varios territorios del Norte de África, Europa y Próximo Oriente. Cartagineses propiamente dichos, libios, númidas, bereberes, mauritanos, griegos, fenicios, persas… a los que nos habíamos sumado ahora íberos, celtíberos, celtas… y a los que en un futuro se añadirían galos e italianos. Y dentro de cada nación o etnia citadas, todo un mosaico de pueblos y tribus… macedonios, lucanos, apulios, ligures, baleares, contestanos, oretanos, turdetanos, lusitanos, brucios, ilergetes, arevacos… En fin, una auténtica Torre de Babel muy difícil de organizar y gobernar, hombres de distinto nivel de “civilización”, que hablaban en idiomas dispares y tenían credos diferentes…
El famoso caudillo cartaginés, una vez decidida su expedición de castigo contra Roma por tierra, al dar término el sitio de Sagunto, detonante de la que llamarían Segunda Guerra Púnica, necesitó, entre muchos preparativos, ampliar sus efectivos de infantería y caballería, tanto pesadas como ligeras y también de otras especialidades para su fuerza de maniobra, incorporando otro notable contingente de guerreros hispanos y reorganizando al resto con el que ya contaba.
Por ejemplo, solo para organizar un nuevo cuerpo de infantería pesada, alistó a una multitud de veinte mil hispanos. Para hacernos una idea de la importancia del número citado, multipliquémosle al menos por diez para compararlo con lo que supondría hoy día a tenor de la diferencia de población.
No se trataba de los mercenarios al uso, como gran parte de los componentes de su enorme ejército. Ya conocemos que la mayoría de todas estas fuerzas─ excluyendo a los guerreros procedentes de la metrópolis, más bien escasos por el motivo de que los cartagineses, proverbialmente mercaderes y artesanos, no sentían mucha afinidad por las actividades castrenses─ eran de esta extracción, es decir combatientes a sueldo sin vínculos filiales con Cartago.
Tampoco se trataba de voluntarios, aunque sí que había entre ellos algunos representantes de esta modalidad de reclutamiento y también de la anterior, sino más bien, cómo fue mi caso en su momento, de conscriptos forzosos enviados por los diversos régulos de los pueblos sometidos de la Península Ibérica a modo de tributo obligado a los nuevos amos cartagineses.
Estos soldados, en su mayoría, le eran enviados a Anibal ya instruidos e incluso provistos de su equipo completo de combate que les convertía, por ejemplo, en “scutori iberici”; a saber escudos, lanzas cortas, cascos de bronce o cuero, espadas, puñales, pectorales de lino o de cuero, algunos provistos de discos de bronce, y grebas para las piernas. Diferenciándose las panoplias de las etnias íbera, celtíbera y celta fundamentalmente, en el modelo de espada que portaban, la célebre falcata, especie de sable, la primera y “La Tené” o gladius, espada recta, las otras dos, o la clase de arma arrojadiza, a parte de otros detalles como el tipo de protección de cabeza o de pectoral.
Indiscutiblemente, además de ser un personal escogido por su corpulencia y fuerza física, resistencia y tenacidad, requisitos indispensables para la lucha, estaba fuera de duda su valentía, combatividad y fiereza, mostrándose tremendamente eficaz en la pugna individual cuerpo a cuerpo, pero ello no era suficiente para lo que esperaba de ellos el caudillo cartaginés.
Durante cerca de un año, los altos oficiales que se hicieron cargo personalmente de ellos, los generales Asdrúbal Lacón─ no confundir con otros famosos cartagineses llamados Asdrúbal─ y Hannon Bomílcar, los adiestraron en el arte de la lucha colectiva, combate en formación cerrada, a la “griega” o como falange macedónica y el conocido orden oblicuo. Aprendieron a marchar alineados y marcar el paso, a adoptar distintos tipos de despliegue, pasar de la columna a la fila y viceversa, formar el cuadro de cuatro frentes o la testudo, retroceder en orden sin dar la espalda al enemigo, a no romper la formación pasara lo que pasara, ni siquiera para perseguir al enemigo en fuga, y otras destrezas más.
Abro aquí un paréntesis para recomendar al lector que, dado el carácter de este texto de simple crónica de la “mili” de un viejo viejísimo, no de mucho crédito a los nombres propios citados pues a veces mi memoria, tras tantos años transcurridos, no atina a consignar con exactitud todos los datos aportados.
Pero centrémonos en mi persona o este relato se alargará demasiado. Por ciertas particularidades de mi precedente, por un decir, carrera militar, donde serví brevemente en el cuerpo de infantería pesada celtibérica, en un “batallón”, un sperai, edetano, mi escaso pero efectivo conocimiento del idioma púnico, nivel chapurreo, y cierta experiencia con animales de tiro y de carga, fui a parar al Arma de Elefantes, seleccionado tras meticulosas pruebas en las que tuve que competir con unos cuantos voluntarios que también se habían presentado para cubrir las pocas vacantes ofertadas. Debí caer en gracia al encargado de la selección, el propio ayudante del viejo Sufete Bomílcar, inspector general, podríamos decir, de toda la “Elefantería” cartaginesa, y me vine a hacer cargo, tras el imprescindible cursillo, de uno de estos paquidermos; sí, me convertí en un elefantarca.
Se dice que la mayor parte de los elefantes usados por Cartago pertenecían a una raza oriunda del Norte de Africa, los llamados elefantes de bosque, que eran más pequeños que el elefante indio, y es verdad. Pero también es cierto que entre los cientos de elefantes que mantenía la metrópoli en activo para su envío a los diversos teatros de operaciones, había bastantes paquidermos asiáticos y además algunos pocos ejemplares centroafricanos, los mastodónticos de sabana.
No os lo creeréis pero uno de esos gigantes era precisamente el mío. Sombo, así más o menos se llamaba, era un elefante colosal. Para no liaros, os digo sus proporciones en el sistema métrico; superaba en algunos centímetros los cuatro metros de altura y pesaba más seis mil quilos. Sus grandes colmillos rebasaban los dos metros de longitud. Y bien hubiera podido llevar sobre su lomo, en la torre o howdah, cuatro hombres armados, o incluso más de haber cabido, amén del conductor, el cornaca o mahout como también se le llamaba, sentado en su cogote.
Pero lo cierto es que por conveniencia, por prevenir un desgaste prematuro de su esqueleto, únicamente tres soldados, entre ellos un servidor, nos encaramábamos en el howdah. Y eso al principio, porque luego se decidió reducirlo a dos a fin de compensar todo el pesado blindaje, cada vez más aparatoso, con el que intentábamos defenderle ante las armas de forma creciente eficaces que nuestro peor enemigo, Roma, desarrollaba para combatirlos.
Estos animales, incluso los pequeños norteafricanos, de todas manera enormes, habían llegado a soportar sin caer abatidos nada menos que cien contundentes flechazos, pero, debido a su tremendo coste, hablamos de una auténtica fortuna, probablemente más de lo que valía una gran trirreme, en absoluto deseaba el mando exponer la vida de ninguno de ellos.
Sí se llegaban a emplear realmente en una batalla, y da lo mismo que esta resultase victoriosa, los paquidermos empeñados en una carga frontal contra una infantería bien adiestrada, casi siempre morían o resultaban irrecuperables por sus heridas.
Un cuadro de infantes bien instruidos, protegidos con escudos y armaduras, y provistos de largas y gruesas lanzas erizando su frente, es capaz, en determinadas circunstancias, de detener una carga de caballería pesada, una de elefantes… imposible. Los animales penetraban arrollándolo todo a su paso y aplastando a quien se mantuviese dentro de su trayectoria, pero las heridas que sufría normalmente en la operación, en poco o en mucho tiempo, acababan con su vida.
Por otro lado, el amor y la admiración que llegábamos a profesarles los que nos ocupábamos de ellos, eran tan considerables, que jamás hubiéramos expuesto su salud al albur del combate de no mediar una orden directa de nuestros superiores, y por supuesto ellos jamás la hubieran dado de no ser imprescindible su acción directa.
Los que ahora mandáis un carro de combate, una pieza autopropulsada o algún arma colectiva de estos tipos, entenderéis que ese cariño que a veces se llega a sentir por el conjunto de chapas, tornillos, cables y microchips que materializan los vehículos bajo vuestro mando, se multiplicase en nuestro caso por mil, ante aquellos fabulosos gigantes, poderosos, nobles e inteligentes y para nada desprovistos de sentimientos bastante parecidos a los humanos.
Pero… debo sincerarme con vosotros, también es cierto, que aunque por lo general éramos hombres valerosos que no temíamos en demasía al sufrimiento y a la muerte, y además solíamos estar a bien con nuestros dioses, para que nos brindaran protección y además nos acogieran en la vida futura, conocíamos el inevitable triste final de las dotaciones de los paquidermos, cuando caían estos en la batalla; los hombres que los tripulaban eran masacrados de la peor de las maneras por la furiosa turba que acababa de ver morir aplastados a sus compañeros de armas y había rodeado al monstruo para acabar con él. Lo de menos era que te filetearan de inmediato sin compasión alguna, mucho peor que decidieran mantenerte con vida por un rato… Así que, cuando no lo veíamos muy claro, no sentíamos ningún entusiasmo por participar en una de esas espectaculares cargas que resultaban tan brillantes en los entrenamientos o en combates menores contra los míseros ejércitos de las tribus locales.
Y es que ciertamente resultaba impresionante participar o ser testigo de una de estas cargas, digamos incruentas. Intentad imaginar a nuestro escuadrón al completo, por ejemplo alineando veinticuatro paquidermos, distribuidos en tres filas de a ocho, lanzado al trote máximo, que venía a suponer unos treinta o cuarenta Kilómetros por hora, sumando al peso de sus cuerpos, el de sus tripulaciones, torres y blindajes. Es decir, ciento y muchas toneladas en total, aproximadamente, haciendo retumbar el terreno con sus pasos mientras levantaban una polvareda y su avance venía acompañado de un sinfín de sonoros barritos emitidos por sus trompas, más el trepidar de todos los aparatosos arneses.
Y os preguntaréis cómo podía llegar a ser tan costoso un elefante de guerra, pues os lo voy a explicar brevemente. Los paquidermos que servían en nuestro ejército no procedían de su reproducción en cautividad, sino que se les capturaba en su medio natural en su etapa juvenil. Se organizaban impresionantes safaris para ir a su caza, y el atraparlos vivos y sin ningún rasguño de importancia resultaba una auténtica proeza que solía costar no pocas vidas humanas.
A continuación se procedía a su doma, complicadísima, que no se consideraba terminada hasta que el animal consintiese tener a un humano subido en su lomo. Esto duraba muchos meses y en su transcurso no eran pocos los hombres fallecidos o lesionados de por vida a causa de los lógicos accidentes. Pensad que para que resultara exitosa, incluso participaban otros elefantes ya domados a la hora de castigar físicamente a los díscolos.
A partir de aquel momento, venía la domesticación, en las que el animal aceptaba su suerte, la cautividad y la convivencia con los humanos y establecía lazos afectivos, generalmente de por vida, con la única, o casi, persona que admitiría le diese órdenes y le condujese, el cornaca del que ya hablamos, su hombre de confianza, su amo, su amigo.
Y por último había que afrontar el complicadísimo adiestramiento militar, que duraba muchos años y que en realidad no terminaba nunca, pues durante todo su servicio activo debía ser perfeccionado constantemente. Que el enemigo les había hecho enloquecer con el vibrante y estridente sonido de su trompetería en uno de los últimos combates, nosotros le sometíamos también a esa tortura de manera moderada y progresiva hasta que se acostumbraba a la misma. Que en otra batalla habían utilizado cerdos en llamas enviados contra ellos para que sus agudos chillidos de dolor y terror los asustase, pues nosotros hacíamos otro tanto de forma muy controlada y limitada…
Veinte años venía a durar todo ese proceso completo, y después de ello, cuando el elefante había alcanzado la madurez en todos los aspectos, sobre sus cuarenta de edad, se consideraban preparado para el servicio. ¿Entendéis ahora su costo?
Ciertamente Anibal, antes que él su cuñado Asdrúbal “El Bello” y su padre Almilcar Barca, primero, utilizaron con mucho éxito los paquidermos contra los pobres indígenas de la Península Ibérica, contra nuestros hermanos rebeldes. Pero los romanos eran otro cantar. Ya habían combatido contra ellos en la Primera Guerra Púnica y anteriormente en las Guerras Pírricas, y disponían de armas especialmente diseñadas al efecto, como la balista, que disparaba enormes dardos, catapultas de campaña, los onagros, que los apedreaban desde la distancia, guadañas y hachas especiales para tratar de cortar los tendones de sus patas y un largo etcétera; sin olvidar el diseño de tácticas muy efectivas para canalizar la dirección de sus cargas.
Todo esto explica, como dijimos, nuestra preocupación constante por protegerlos eficazmente. El personal a bordo de la torre, del howdah, en un elefante de la talla de Sombo sumaba tres personas al principio de mi incorporación al arma, un lancero, que solía coincidir con el elefantarca, encargado de manejar una sarissa, una lanza de seis metros de longitud en este caso, y dos arqueros. Tuvimos que prescindir, como conté más arriba, de uno de estos para poder reforzar las defensas del paquidermo.
Nuestros elefantes iban resguardados, depende que parte, por guardas de cuero hervido, cotas de malla o de escamas, almohadillados de esparto, vendas de lino o de cuero… etc. y todo el conjunto cubierto por una enorme gualdrapa púrpura muy vistosa, cuyo espeso tejido también servía de protección. Defensa aparte merecía la cabeza, cubierta por una gran caperuza de cuero y una testera de acero en su frontal cubriéndole la cara; y los colmillos, que para evitar su rotura iban protegidos por fundas de cuero provistas de cuchillas. Estos se convertían de hecho en armas formidables capaces de ensartar un corpulento caballo provisto de guarniciones y montado por su jinete y lanzarlo lejos si se cruzaba con él en su embestida.
El propio aparatoso arnés que sujetaba, mediando una ancha y extensa almohadilla, el howdah al lomo de animal, provisto de gruesas correas y cadenas que rodeaban su tronco, también servía de resguardo.
Qué más deciros, que nuestros paquidermos, al menos los más valiosos, incluso utilizaban botas, una especie de fundas de cuero almohadilladas en las plantas cubriendo sus pezuñas, durante el combate para poder así desafiar los campos sembrados con erizos de hierro que el enemigo a veces diseminaba por su frente.
Por esto me hace mucha gracia el ver algunos grabados e ilustraciones, más o menos recientes, retratando a los mahouts en plena batalla cubiertos con poco más que un taparrabos. Esto era impensable en nuestra hueste, ridículo. El conductor, el cornaca, era el elemento más importante de todo el conjunto, más aún que el elefante en sí. Sin él, no se podía gobernar de ninguna manera el animal, ¿podíamos dejarle expuesto a los efectos del simple guijarro lanzado por una honda? ¿En qué cabeza cabe?
¡No!, nuestros mahouts llevaban las mejores armaduras, estaban provistos de escudos, y la propia testera del paquidermo diseñada para que rebasase su frente y proporcionase una protección adicional a su conductor. Eso sí, eran hombres ligeros, pequeños, pues tampoco se podía recargar aquella zona sensible del animal donde se sentaban. Los propios penachos de vistosos colores que coronaban la caperuza o la testera, estaban pensadas para difuminar un tanto su silueta.
En la mano libre del escudo, el cornaca portaba el ankus, la lanza metálica con la que conducía el elefante; y colgando de una bolsa siempre a mano, un cincel y un martillo, que servía para, clavándolo en el punto exacto que señalaba cierto tatuaje hecho en la piel del animal sobre la parte más expuesta de su médula espinal, matarlo de forma instantánea en caso de que hubiese enloquecido y amenazara con dañar a las propias tropas.
Lo cierto, todo hay que contarlo, y no es solo impresión mía, que por término general nuestros elefantes, pese a todos los cuidados que les dedicábamos, que creo no lograban compensar los grandes sufrimientos que padecían, los duros entrenamientos y sobre todo la falta de libertad, estaban siempre al borde del ataque de nervios, neuróticos perdidos.
Para empezar eran animales, debido a su gran inteligencia y proverbial memoria, un tanto cobardones, y además estoy convencido que no les gustaba en absoluto matar ni participar en batallas, mucho menos jugarse la vida en empresas que ni les iban ni les venían, probablemente odiaban la guerra, quiero decir, el momento del combate, cómo no.
Se les enseñaba a respetar, obedecer e incluso mostrarse afectivos con ciertos humanos y sin embargo luego a aplastar o cornear a otros que apenas distinguía de los anteriores si no era por el color del escudo o tipo de panoplia, o la simple disposición de esa tropa en el campo de batalla. No podía ser más confusa la situación.
Yendo más lejos, a algunos se les enseñaba a ejecutar a los prisioneros más pérfidos o los propios acusados de alta traición. Incluso a torturarlos y desmembrarlos de la forma más sanguinaria y cruel. Siempre me opuse, en la medida que podía influir desde mi humilde empleo, a esta brutal actividad, y al menos logré que en el tiempo que Sombo estuvo bajo mi mando, únicamente participase en aquellas ejecuciones por aplastamiento que le correspondiese por riguroso turno, mientras no hubiese otro animal cuyo elefantarca se ofreciese voluntario para aplicar el suplicio… y sádicos y morbosos nunca nos faltaron, la verdad.
Solía alegar al mando que enseñarles esas truculencias algún día podía volverse contra nosotros, como así pasaba de vez en cuando. No pocos cornacas fueron ferozmente asesinados por sus propios paquidermos que, enloquecidos, vengaban sobre el humano más allegado las frustraciones de toda una vida de cautiverio y sufrimiento.
Antes mencioné que únicamente a una persona permitía el animal subir sobre su nuca y conducirlo, pero añadí “casi”, porque esto no es del todo cierto, contábamos siempre con un cornaca suplente y varios aprendices por cada uno de ellos. Lo que pasa es que el interino no era capaz de hacerse obedecer de igual forma y tampoco de realizar las maniobras más complicadas; el elefante no se fiaba plenamente del sustituto ni le obedecía de muy buen grado.
Esta cuestión me da píe a explicar que mi mando como elefantarca, como suboficial consideremos, de “medio rango”, no se limitaba al paquidermo y las tres o cuatro personas que combatíamos sobre su lomo, sino que yo era responsable de todo un equipo compuesto por una treintena de personas y un hato de machos de carga. Entre ellos estaba el cornaca suplente y sus aprendices, mozos encargados de la limpieza y enjaezado del animal, forrajeadores y aguadores responsables de su alimentación, un “pelotón” de infantería ligera para su permanente custodia y apoyo en el combate, más los propios conductores de las acémilas que cargaban con todo el equipo; sin olvidar a mi segundo en el mando.
Alguno dirá: “mucho para un Suboficial, no”. Bueno, a parte de que podéis considerar por ejemplo el número de hombres que tiene a su cargo un jefe de pieza de artillería de montaña a lomo, tened en cuenta que en aquel entonces, tanto en el ejército nuestro como en el romano y otros, los criterios eran diferentes a los de ahora. Estábamos por un lado los ciudadanos, hombres libres o profesionales de las armas que empezábamos desde abajo e íbamos escalando puestos de responsabilidad según sumábamos experiencia y capacitación y cuya escala llegaba bastante arriba, si es que sobrevivías, cosa rara, y por otro los aristócratas, políticos o potentados que ocupaban por designación del “Gobierno” los altos empleos del ejército. Desde este punto de vista tal vez me prefiráis situar en un empleo de Brigada o Subteniente actual, más o menos.
De lo explicado, se puede deducir que nuestra unidad se trasladaba a pie, salvo un servidor que disponía de montura, y lo que cargábamos en los mulos era nuestra impedimenta y sobre todo la del elefante. Este, en las marchas, solo portaba el howdah vacío, que aunque era desmontable resultaba un engorro su traslado, y al conductor sobre el cuello. En los altos nocturnos, también se le retiraba la mencionada torre, que pesaba unos cien kilos, para que pudiera descansar más cómodo. Disculpadme que os aclare que las torres sobre los paquidermos tampoco eran esos auténticos castillos de piedra dotados de almenas que se muestran en algunas estampas antiguas y modernas, sino una simple barquilla de cuero y madera con algunos refuerzos metálicos desde los que combatíamos sentados o de rodillas, rara vez de pie.
Como sin duda sabréis, a finales de mayo del 218 a.C. el grueso del gran ejército partió de Cartagena y se puso en marcha hacia el norte con intención de llegar hasta la misma Roma por tierra, realizando la proeza nunca antes intentada de atravesar a pie cerca de dos mil kilómetros de terreno, salvando, entre otros infinitos accidentes, colosales cordilleras, como los Pirineos y sobre todo los Alpes, y ríos tan caudalosos como el Ebro o el Garona. Empezaba la Segunda Guerra Púnica que duraría la friolera, en absoluto lo imaginábamos previamente, de nada menos que diecisiete años.
Cita Polibio, y no exagera, que cruzamos el Ebro una fuerza de 90.000 infantes, 12.000 caballeros y 37 elefantes─ yo diría que 38 con el mío─ y por lo tanto además doce mil caballos y un número, añado yo, de varios miles de acémilas. Y todo ello sin contar con un ingente cantidad de civiles, muchos de ellos familiares de las tropas, que acompañaban al ejército. No os olvidéis de multiplicar por diez para comprender lo que suponía el movimiento de aquella masa de personas y animales en aquellos tiempos.
Llevábamos alimentos con nosotros, claro, algunos en conserva, y también ganado, pero lógicamente, dada la muchedumbre que avanzaba, para solo unos cuantos días, o quizás algunas semanas en lo concerniente a ciertas viandas y animales vivos. Pero pensad que la larga marcha, solo para llegar al norte de Italia, nos llevó cerca de cinco meses tras haber recorrido más de dos mil cuatrocientos Kilómetros pues nos vimos obligados a realizar un gran rodeo, aparte de que no, no había autopistas de peaje y tampoco muchos caminos que digamos, yendo la mayor parte de las veces campo a través… Y teníamos que sobrevivir como fuera
Podéis imaginar que arrasábamos las zonas por donde pasábamos, como si fuéramos la marabunta. La caza y el forrajeado intensivo eran imprescindibles; también se recurría, “por las buenas” a la requisa forzosa de los bienes de los particulares, en principio pagando a precios irrisorios, vamos los que nos conviniesen a nosotros, en metálico, en especie o mediante pagarés de dudoso reembolso. O, sobre todo más adelante, al atravesar territorios declaradamente enemigos, “por las malas”, mediante un bárbaro pillaje sin contemplaciones.
No os creáis de todas maneras que todo ello era para vivir a cuerpo de rey. En absoluto, bueno era Anibal para eso, el más parco, frugal y austero de cuantos generales ha habido y habrá. Antes bien, en aras a obtener lo indispensable para nuestra ponderada alimentación, procurando hacer el menor daño posible en aquellos países que transitábamos. No todos sus generales le secundaron en aquel intento de exquisito comportamiento, los hubo bastante desalmados y crueles cuando, debido a las circunstancias de las operaciones, hubieron de obrar de forma independiente.
Quizás previendo todo esto y por otras cuestiones que tuvo que solventar antes de abandonar la Península, nuestro ejército cruzó los Pirineos ya menguado en veintitrés mil hombres. Doce mil turdetanos que despacho de vuelta a su tierra por encontrarlos nuestro caudillo poco fiables, y el resto para cubrir su retaguardia y bases de operaciones en Hispania, reforzando la frontera norte del territorio que quedaba bajo el mando de su hermano Asdrúbal.
En junio pues, cruzamos el Ebro, y en agosto los Pirineos, en septiembre salvamos el caudaloso Ródano, una hazaña cuando menos espectacular, y ya en octubre afrontamos la titánica empresa, como hemos dicho, de atravesar la complicada cordillera de los Alpes, maniobra en la que perderíamos dos semanas y muchísima gente y elefantes. Pero esto ya es otra historia que os relataré en la próxima ocasión. No os quiero aburrir.
Antonio Castillo-Olivares Reixa
Madrid, 18/04/19