Del blog de Javir.fdz


Alta Velocidad Española. Madrid-Sevilla en menos tiempo que el que un tartamudo dice rebotica. Velocidad de crucero: trescientos kilómetros por hora. La tierra del Quijote pasa en un instante, en un suspiro, en un verbo. Treinta años ya de veloz paso de trenes que tienen la capacidad de despeinar a un calvo, como a este servidor, verbigracia. 

En las noticias de la televisión (Telediario para cualquier paisano de cierta edad) un reportero dicharachero se adentra en el laboratorio de unos ingenieros que tienen proyectado recorrer la distancia que se interpone entre Zaragoza y Berlín en apenas tres horas de reloj de sol. No se trata de ningún coche supersónico (y eléctrico, ¡oiga!) ni de un tren bala humana como los del circo ni de un reactor con tecnología de caza bombardero de la guerra de…(pongan ustedes el lugar del conflicto, si así lo desean). Nada de eso. Se trata de un nuevo medio de transporte encapsulado en un tubo que nos trasladará a la capital económica del IV Reich, digo de la Unión Europea, sin el tiempo necesario para ojear las fotos exclusivas de la revista Hola, leer el editorial del Marca o echar una partidita rápida al Candy Crush en nuestro ordenador de bolsillo de pantalón vaquero.

Nos trasladamos de un punto a otro de la ciudad, del país e incluso del mundo entero a velocidades de ictus. Caminamos a toda prisa aunque no la tengamos. Hacemos y deshacemos con la urgencia que nos aporta la finitud del tiempo. Todo lo ejecutamos a la carrera; todo lo queremos con la inmediatez de los tiempos presentes.

En nuestra parte Cro-Magnon del cerebro hemos borrado el ADN de hacer las cosas con la calma necesaria para el disfrute, para la profesionalidad, para degustar el olorcillo que desprende el sabor por el trabajo bien hecho. La finitud compulsiva de la era que nos ha tocado vivir choca de frente con los objetos (y no solo objetos) duraderos, fabricados con el denodado esfuerzo de la paciencia. Todo se hace rápido, todo se hace para ser usado de inmediato, sustituido, reemplazado: las casas, los muebles, el amor. Convulsionamos cuando llegamos tarde al lugar donde perder el tiempo, donde asesinarlo con ridiculeces varias, que si las analizásemos con el detenimiento que  no ejercemos, nosotros mismos nos adornaríamos nuestra cabeza con las orejas de burro con las que antaño castigaban al torpe los maestros de escuela. ¡Vaya tela!

Tan metidos estamos en el vórtice de este huracán de tiempo, espacio y velocidad que cuando observamos a alguien tomarse la vida con calma, nos choca tanto que no nos queda otra cosa que mofamos de él. O de ella, claro. Pero, en el fondo, en ese lado Cro-Magnon de nuestra materia gris, le envidiamos, aunque no lo sepamos o no lo queramos ver y utilicemos el fácil recurso de la burla para esconder nuestra miseria.

Nos quedamos absortos con las manos curtidas del artesano que trabaja el cuero, la madera o el cabello de los jóvenes imberbes. Trabajan con paciencia, con concentración, con esfuerzo hasta conseguir el monedero, la mesilla de noche testigo de la pasión o el degradado capilar requerido. Y por ello emplean el tiempo necesario para que el amor por las cosas bien hechas ejerza la magia de la belleza. Y, como no podía ser de otra manera, ese trabajo, ese saber hacer y esa perseverancia se ha de pagar de manera adecuada y, nunca, digo NUNCA, así, en mayúsculas, negrita y subrayado, el resultado de tal trabajo se puede comparar con las producciones en serie de consumibles inmediatos que carecen de sabor, de olor y de valor, y todo ello repercute en su ridículo precio.

P.S.- Comida rápida; «microrelatos para leer mientras se sube en ascensor»; divorcio express; este ordenador va lento; pensamiento, política y filosofía en ciento cuarenta caracteres; televisiones gigantes, librerías pequeñas…

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