Uno de los mayores placeres del hombre es leer un libro. No sólo éste hecho nos distingue de otros seres de la Creación. Sino que el maravilloso diálogo consigo mismo y con los demás a través de sus páginas sin tener en cuenta al tiempo es un preciado don que nos eleva a una superior categoría. En mi vagabundeo por la ciudad me uní a la multitud variopinta en la que se mezclaban tumultuosamente amantes del libro con intelectuales, estudiantes, curiosos, amas de casa y niños de caramelos y gominolas que visitaban aquella muestra bibliográfica que les importaba un rábano. Estaban en la Feria del Libro, en el Parque del Retiro Madrileño.
Por un instante imaginé qué sería del hombre si desaparecieran los libros de la faz de la Tierra. Cifras astronómicas de signos formando palabras, oraciones y frases sobre la historia de la Humanidad se borrarían para siempre. Creo que no podríamos sobrevivir a esta catástrofe. Pues si el lenguaje nos dignificó como seres racionales, el poder de la lectura perfeccionó nuestra exégesis mística y nos permitió descifrar lo que otros hombres habían pensado y escrito con anterioridad hasta elaborar nuestra propia historia humana. Cuando leemos, lo que realmente hacemos es retraducir lo sucedido con anterioridad y con independencia de su realidad o ficción. Pues no existe idea o pensamiento humano que no esté compendiado en un libro. Pensé lo difícil que resultaba saber leer y acertar en la elección de un buen texto. Leemos no para contradecir o impugnar, ni para creer y aceptar, sino para pensar y considerar. Es precisamente donde reside el mayor placer de la lectura, en esa asimilación e introspección de lo leído que pasa a formar parte de nuestro propio pensamiento. Ese recreo y ensimismamiento que nos permite vivir otras vidas, tener otras sensaciones. El que sabe leer, y lo practica, conoce ya la más difícil de las artes. Pues de lo contrario contemplamos mal al mundo y luego pensamos que éste nos engaña.
Cientos de miles de libros se alineaban en los mostradores de las editoriales, librerías y distribuidoras esperando la mano que los tomara. La más variada producción bibliográfica bajo el mosaico multicolor de las portadas se ofrecía al visitante del certamen que hacía suya la frase de Nicolás Avellaneda: Cuando oigo decir que un hombre tiene el hábito de la lectura, estoy predispuesto a pensar bien de él. Entre la multitud curiosa distinguí al amante de los libros, al lector empedernido que hubiera vendido su alma al diablo por leer todo lo que allí se exhibía. Le vi adquirir un ejemplar, revisar el índice, comprobar el ISBN y el copyright, la fe de erratas, el tipo de letra. Acariciar las tapas y el lomo. Después de someter el texto a un chequeo exhaustivo, comprobó su peso y olio sus páginas. Aquel libro había penetrado en su alma.
Yo firmaba ejemplares de mi obra junto al editor de Atlantis, J. Álvarez. Y los visitantes se acercaban tímidamente a curiosear. Muy pocos adquirían un ejemplar. Creo que la gente no lee. Sólo una minoría emplea su dinero en adquirir libros. El leer o no leer es cuestión de hábito, como casi todo lo que hacemos con cierta periodicidad. También puede ser porque nos falte tiempo que dedicar a la lectura, como se lamentaba Menéndez Pidal en su agonía: Que pena tener que morir, con lo que me queda por leer todavía. Aunque este no sea el motivo principal, hoy se lee muy poco. Cada día menos. Eso de madrugar para comprar el periódico es otra historia. Los kioscos se tienen que adaptar a la nueva época y ofrecer en sus pequeños negocios otros productos para niños y mayores. La crisis del papel impreso se debe a la multiplicidad de información de todo tipo que llega a nuestro poder, desde los medios audiovisuales a las redes sociales, que se comparte con la lectura de un libro. Las amas de casa, las que más leen, se inclinan por las revistas del corazón, la tertulia radiofónica o el serial televisivo que les hace más llevadera su ocupación doméstica.
Pocas veces el escritor se identifica tanto con los lectores como cuando dedica su obra a los demás. Me pareció que los personajes de mi historia viva, porque era su propia palabra la que se divulgaba, se confundían con la gente que esperaba una breve dedicatoria, allí mismo, en mi presencia. Eran ellos, mis personajes, más que yo, quienes deberían dedicar el contenido de sus páginas: "con los mejores deseos, el mayor afecto...". Cuando aquella mujer solicitó mi firma, apenas pude mantener su mirada un instante pensando que tal vez mis personajes, Sofía, Mario, Severo, Salvador, Robert, Juan Carlos, Luther, Valentina, Jacqueline…, que se atrincheraban tras los renglones negros de las páginas, se iban a dirigir a ella y transmitir sus sensaciones; reír o llorar juntos e ignorar mi presencia. Actuar al margen de mi voluntad. Reprobar y rechazar mi obra. Insultarme y despreciarme. Imaginé que estaban dispuestos a contar mis intimidades y mis desvelos por darles vida con la imaginación. Yo no significaba nada para ellos. No podía decirles cómo deberían comportarse ante cada lector con el que iban a dialogar. Tampoco explicar a quienes esperaban mi firma la absurda reacción de mis personajes, protestar por su falta de fidelidad al autor. Quería justificar tantas cosas que me hubiera resultado imposible en tan breve espacio de tiempo y rodeado de libros. Aún podría rasgar mi firma antes que mi alma. Pero sería inútil. Ellos ya estaban allí. Ya existían. Y recordé a Bernard Shaw y su célebre Pigmalión. Según la leyenda griega en la que se inspiró el comediógrafo irlandés, se enamoró de una estatua que él mismo esculpió y a la que llamó Galatea. Comprendí que ya no eran los personajes quienes iban en busca del autor, sino que se disponían a vivir una nueva vida al margen de éste con otras gentes que un día pasaron por la Feria del Libro y adquirieron un ejemplar cualquiera.
César de la Lama
Junio 2016
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