'Y yo a mí' es una novela romántica, fresca y divertida escrita por la periodista vallisoletana, Elsa García y publicada en marzo por Ediciones Atlantis. ¿Queréis conocer a Jota y a su entorno? Compartimos con todos vosotros el primer capítulo.
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Jota
-¿
|
No tienes
nada más corto? Ese aún te tapa un poco las bragas.
Si las
miradas matasen… Gael aún estaría vivito y co-leando, porque no creo que
supiera vivir sin este petardo.
―Si quieres
me pongo el burka, que el hábito lo tengo en la tintorería… ¡Déjame en paz!
―Ponte lo
que te dé la gana, pero es que vas tan…
―¿Tan yo?
―¡Sí! Y hoy
el protagonista del día no tiene esas piernas para competir por la atención de
los invitados. Así que no me seas perra mala y cámbiate, anda, Jota, que ya
estás suficientemente es-pectacular habitualmente como para tener que ir por
ahí enseñando cacha.
Me río y
cedo. Además, tiene razón. El cumpleañero es él, y el que más miradas
masculinas tiene que llevarse de camino a la barra del bar, también. Además, es
cierto que el último vestido que me he probado es demasiado DEMASIADO hasta
para mí. Con las luces de los garitos y tanta lentejuela, corro el riesgo de
parecer una bola de discoteca morada.
―¿Mejor el
verde?
―Pero sin
ninguna duda, vamos.
―Ok. Y tú
tranquilo, con lo increíble que vas, hoy hasta los heteros van a babear detrás
de ti.
Y es cierto.
Ga está impresionante. Con sus vaqueros tobi-lleros, sus Adidas Superstar, la
camisa negra abotonada hasta el cuello y la cazadora negra de polipiel, le
daría un mordisco hasta yo.
Gael es uno
de esos hombres que se llevan suspiros de la-mento cuando las tías que le
entran descubren que es gay. Y digo descubren porque no es algo que se note de
entrada.
Es un hombre
muy masculino. El mentón le encuadra la cara de una manera muy sexy. Es de
rasgos fuertes y marcados. Su cerca de metro noventa se acentúa por el volumen
de su negrísimo pelo, que peina con un tupé imposible de medio lado y que
combina con el color de sus ojos oscuros. Menos mal que es morenito, por-que si
llega a ser tan blanco como yo, parecería un miembro de La familia Adams.
Vamos, que
es una escultura de guerrero romano sin un solo deje amanerado… hasta que abre
la boca. Es el mayor cotilla que me he echado a la cara en mis 27 años. Y es
divertidísimo. No es que hable de sí mismo en femenino ni nada por el estilo,
pero… tiene ese “no sé qué, que qué sé yo” que te hace entender que le van más
los Ken que las Barbies.
Nos
conocimos en nuestro primer año de universidad. Yo estaba fumando en la puerta
de la Facultad de Educación de la Autónoma de Madrid, mirando los horarios y
las clases que tenía para esa mañana. Hacía apenas dos semanas que habíamos
empe-zado y creo que ya conocía mejor los nombres de los camareros que los de
algunos profesores de Magisterio. Ga se me acercó muy deci-dido y cuando se
paró enfrente de mí me soltó:
―¿Llevas la
cuenta de la grande o la chica?
―¿Mus?
―Mus
Así de
simple.
El café de
la primera partida dio paso a las cañas del me-diodía, que nos tocó pagar
porque la paliza que nos pegaron Javi y Edu, los otros dos chicos a los que
engañó para que se ‘fumaran’ alguna clase, fue épica. Entre risas y pasadas por
debajo de la mesa como castigo a los perdedores, decidimos parar un rato a
comer en el Goloso Campus. Cuando Ga y yo pasamos a los botellines por Huertas,
nuestros nuevos amigos nos abandonaron a nuestra suerte. Y cuando esa noche
cogí la línea tres para meterme en la cama pasadas las dos de la mañana, supe
que ese morenazo de ojos marrones, que media hora después cayó a plomo en la
cama de mi habitación de invitados para dormir la mona a gusto, era ya parte de
mi futura vida.
―¿Venían a
por nosotros aquí o hemos quedado ya en Xaloc?
―Nit y Javi
pasaban un momento por casa, que Ana quería que le dejara unos pendientes. A
Edu y a Álex los vemos allí di-rectamente, y con Enzo no sé cómo has quedado.
―Mi hermano
iba a llegar un pelín tarde, así que no tene-mos que esperarle.
Anita, mi
Nit, es mi mejor amiga desde el colegio. Las dos crecimos en Carabanchel y
fuimos juntas al CEIP Perú. Creo que nos hicimos amigas por conveniencia.
Estábamos sentadas al lado en la mayoría de las clases, nuestros edificios en
General Ricardos estaban contiguos y estábamos igual de locas ya a la tierna
edad de los cinco años. Que nos juntáramos era más un capricho cósmico que
casualidad.
Pasamos
juntas el horror de su acné, los dos veranos donde de repente me salieron las
tetas de una forma desproporcionada con el resto de mi cuerpo, su peor corte de
pelo y mi horrible flequillo en pico, la primera borrachera a base de 43 con
vainilla y el fin de mi mundo.
No soy
melodramática, os lo prometo, pero no sé cómo lla-mar a ese periodo de mi vida
si no es así. Con 15 años nadie debería tener que aprender a cuidarse sola y
nadie debería ver morir a sus padres.
Yaya llegó a
la ciudad un día después de que un borracho sin neuronas pero con carnet de
conducir se llevara por delante nuestro coche de regreso a casa una noche de
verano. No recuerdo gran cosa. Sé que había sangre y muchos gritos,
probablemente míos. Sé que mis padres no contestaron cuando les llamé por su
nombre, histérica, y que cuando comencé a escuchar sirenas, mi mente estaba ya
lejos de allí.
Yaya no es
mi abuela de verdad. Era la mujer que cuidó a mi madre toda su infancia
mientras mis abuelos trabajaban como animales, empeñados en dar a su única hija
todo lo que a ellos les había faltado de niños.
Al nacer yo,
Yaya se vino con nosotros a casa para cuidar-me. Era una mujer robusta y
amorosa, que aún no llegaba a los 50 y predicaba el amor libre y el respeto por
el prójimo.
Se marchó a
Ibiza cuando yo cumplí los 10 años. Fue la única persona a la que pudieron
llamar cuando me encontré sola en el mundo. Mi padre también fue hijo único, y
hacía tiempo que no tenía abuelos. Yaya se instaló en la que hasta entonces
había sido la habitación de mis padres y ya nunca me soltó la mano.
Cuando me
matriculé en Magisterio Infantil quise comen-zar la Universidad con algo de
independencia, y me mudé a uno de los cuatro pisos que mis padres me habían
dejado en herencia.
Sí, cuatro.
Cada uno de
ellos heredó un piso de mis abuelos, y cuando tuvieron algo de dinero acordaron
que la vivienda era una buena in-versión de futuro, así que compraron dos casas
más.
Gracias a la
inteligencia de mis padres, Yaya puede per-manecer en la que yo consideraba
como su casa por derecho, esa que me había visto crecer a mí.
No
necesitaba el alquiler de ese piso, a fin de cuentas. Con 27 años no tenía una
hipoteca que pagar, pero sí unos buenos aho-rros gracias a los seguros de vida
que mis progenitores habían deja-do precavidamente en regla, a la indemnización
que me conce-dieron por el accidente y al alquiler de los pisos de Chueca y La
Latina —que me suponían unos mil euros más al mes cada uno—. Además, tenía un
trabajo que me encantaba y que no estaba mal pagado.
Yo me quedé
con el apartamento de Quintana por su cer-canía con el Templo de Debod. Adoro
pararme a leer en otoño en algún trozo de hierba con un café con leche caliente
extra grande, y pasear al atardecer en verano con un helado de chocolate y coco
y la música sonando a todo trapo a través de mis auriculares rojos de diadema.
Como el
cosmos no quiere que Nit y yo estemos separadas por más de tres paradas de
metro, ella encontró un cuqui-piso en Hilarión Eslava, al lado de la estación
de Moncloa. Es cuqui no por bonito, que también, sino porque parece el piso de
Pin y Pon.
Antes tenía
a Ga y a Nit metidos en casa todo el santo día porque mi apartamento tiene dos
habitaciones con camas King Size, pero desde que Nit y Javi se liaron el cuqui-piso
les va de perlas pa-ra excusar su empalagamiento total y absoluto. No se
separan. Son como dos lapas babosas de lenguas enormes que no saben tener
dentro de la boca. De la suya propia, quiero decir.
Entre mis
amigos y los suyos hemos hecho una especie de familia bien avenida, y yo
necesito mucho una familia.
Edu y Javi
siguieron saliendo con Ga y conmigo cuando comprobaron que podían sacarse las
cañas que quisieran macha-cándonos al mus. El primer día que Nit vino a
recogerme a la puerta de la Facultad, Javi y ella empezaron con un tonteo que
acabó con un noviazgo serio y eterno tres meses después. Digo eterno porque ya
van a por los nueve años. Madre mía… qué de noches de pen-doneo perdidas con mi
amiga. Menos mal que me quedó Ga.
Pero me
gusta que estén juntos. Es gracioso verlos pa-seando por la calle. Ella, con su
pelo rojo teñido como el fuego y los ojos marrones enmarcados en unas pestañas
enormes, tan menuda y pisando tan fuerte. Y él, un tiarrón como un armario que
le saca una cabeza, súper tímido, con su pelito castaño rapado al tres, a su
lado mirándola con devoción siempre… Son como el día y la noche, pero juntos
hacen el atardecer perfecto.
Nit trajo a
nuestras vidas a Álex, estudiante de Empresa-riales —como ella—, bromista
oficial del grupo y fan enfebrecido de ‘El Señor de los Anillos’; algo curioso,
porque es igualito que Aragorn: pelo por el mentón, castaño oscuro, ojos
pequeños y cla-ros, nariz prominente y labios finitos. Es nuestro galán de
cine, aun-que Edu se empeñe en reñirle el papel por su aire a Bradley Cooper
por el tupé rubio ceniza, los lados de la cabeza rapaditos al dos y los ojos
azules. Al pobre le falla para llegar a Don Juan que es un poco delgaducho y
que viste como un hipster de manual.
Y Enzo… pues
Enzo es el hermano mayor de Gael. Le saca dos años y yo le recuerdo como un tío
poco hablador que Ga tenía idealizadísimo. Supongo que porque era la única
figura paterna en la que fijarse.
Los padres
de Ga y Enzo están vivos, pero muy lejos. Son franceses, pero han vivido por
medio mundo. Se conocieron muy jóvenes y pasaron siete años recorriendo España,
Alemania y Aus-tria antes de echar raíces en Italia. Se enamoraron de Roma y
allí nacieron sus dos hijos.
Les ven un
par de veces al año, pero cuando Enzo decidió venir a Madrid para estudiar una
ingeniería, Gael le siguió con la es-peranza de expandir sus horizontes y
comenzar una aventura que de momento no ha tenido más destinos.
Enzo tenía
su propio grupo de amigos y no era muy fan de juntarse con los colegas de su
hermano pequeño, así que no tengo demasiados recuerdos suyos. Hace dos años la
empresa de robótica en la que trabajaba le mandó a Nueva York para impartir
allí un máster sobre automatización.
Se instaló
en el piso de su hermano, en Galileo, hace un mes y Ga está como en una nube
desde entonces. Que si Enzo esto, que si Enzo lo otro… Bueno, vale, puede ser
que tenga un poco de envidia de la mala por la atención que Ga le presta a su
hermano, pero es que ¡coño, que la amiga que ha soportado sus borracheras, sus
males de amores y sus movidas con la bruja de la directora de la guardería en
la que curra, soy yo! ¡Entendedme!
Pero en fin,
que hoy celebramos su cumpleaños y pienso ser todo amor. El alma de la fiesta.
La que más chupitos de Jäger aguante bebiendo con él, la que mejor baile la
bachata al son de su amado Romeo Santos y la mejor hermana postiza que haya
tenido nunca porque, a fin de cuentas, eso es lo que soy.
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