Erase una vez, hace mucho tiempo en un lejano país, un rey cuya única hija había cumplido la mayoría de edad. El monarca, preocupado por la sucesión del trono, decidió buscar un marido adecuado a la princesa, puesto que en unos años debería sustituirle en el cargo.
Reunió a los súbditos más brillantes del reino para presentárselos a su heredera. El guerrero más valiente y esforzado, el clérigo -por aquel entonces también se casaban- más virtuoso y devoto, el académico más sabio y prestigioso, y el comerciante más diligente y emprendedor. Todos ellos jóvenes, sanos, económicamente desahogados y muy preparados en sus profesiones, y para colmo, apuestos y gallardos los cuatro.
La princesa, nada más verlos, se prendó de ellos, pues ya solo sus estampas resultaban magníficas.
Y cuando después se entrevistó a solas con cada uno, su exaltación inicial se convirtió en frenesí. Todos eran tan gentiles, refinados, cultos, humanitarios -incluso el guerrero-, que… se enamoró de la tétrada entera.
En su inconsciencia propia de la juventud, la muchacha decidió casarse con los cuatro. Sabía que en ciertos países, monarcas amigos de su padre lo hacían, ¿Por qué no iba a tener ella el mismo derecho?
El rey, la escuchó entre estupefacto y divertido, y la contestó que eso no podía ser. En otros países sus legislaciones y religiones, efectivamente, permitían a los hombres contraer matrimonio con varias esposas, pero en el suyo esa posibilidad no la contemplaba la ley ni la religión, y mucho menos tratándose de una mujer, ¡era un disparate!
La consentida princesa, un tanto tozuda, respondió a su progenitor que las leyes se podían cambiar, para eso él era un monarca absoluto que no tenía que dar cuentas a nadie de lo que hacía o dejaba de hacer, y que la religión se podía empezar a interpretar de otra manera, de hecho no creía que Dios le hubiera dicho a nadie con cuanta gente se tiene que unir cada cual para fundar una familia, según su opinión era una mera conveniencia social. Y terminó añadiendo que si él no cambiaba aquella arbitrariedad, lo haría ella cuando heredase el trono y que, mientras tanto, permanecería soltera.
El padre, comprensivo con lo que consideraba una simple rabieta de niña mal criada, ideo un recurso para que a su hija se le cayese la venda de los ojos. Que se reuniese con sus cuatro pretendientes, uno por uno, y que les hiciese tan descabellada propuesta para ver que le contestaban.
Y efectivamente, dio comienzo la ronda de audiencias empezando por el joven guerrero. Este, enojado al oír la propuesta, le contestó que de ninguna manera, él era representante de un viejo linaje de hombres de armas que jamás se prestaría a engendrar una estirpe de dudosos bastardos mezclando su sangre con castas inferiores. Su honor y su honra estaban en juego.
La muchacha defraudada, le preguntó si su honra se situaba a la altura de la pureza de su trasero. A lo que su interlocutor le contestó rotundamente que sí, entre otras cosas. Cuando este se retiraba finalizada la recepción, ella le dirigió unas palabras finales para ponerle en su lugar:
- Aspirante a futuro general del reino, no olvidéis reclinaros hacia mi persona antes de salir y conservad por siempre esa fidelidad y disciplina tan marcial que os caracterizan.
Se reunió, a continuación, con el ejemplar clérigo y le planteó idéntica proposición, a la que el hombre, azarado y confuso, se negó tajante. Ello le parecía perverso y contrario a la voluntad de Dios que no podía ser otra que un hombre, una mujer y punto.
La chiquilla, osada e imprudente le preguntó si ello se lo había comunicado personalmente el Altísimo, a lo que el sacerdote contestó que lo ponía en las Sagradas Escrituras, escritas por el propio Creador.
A esta contestación, la princesa extrajo de su cajón, puso encima de la mesa y abrió por cierta página el libro sacrosanto al que se refería el prelado, repleto de marcas, acotaciones y subrayados, por lo que se notaba que lo tenía bien estudiado.
- Aquí pone esto- señaló la princesa.
- Pero eso hay que saber interpretarlo.
Avanzó unas páginas.
- ¿Y esto otro?
- Es una mala traducción del original, según deducimos.
Lo abrió por otra parte.
- ¿Y lo de aquí, no es una falta de ortografía? No creo que Dios las cometa.
- No, por supuesto, será una negligencia del copista.
- Entonces, puesto que es un libro mal traducido y mal escrito, por culpa de los hombres, y además debe ser interpretado por otros hombres, ¿es posible que estos se equivoquen en sus conclusiones?
- ¡Imposible! Nosotros, sus representantes, tenemos la última palabra en la interpretación pues nos asiste su Divina Inteligencia y jamás nos equivocamos…
- ¡Sin embargo, de vez en cuando se cambian cosas!
- Sí, pocas y solo cuando nos inspira Su Voluntad.
Dio por fin término la cita con un segundo revés para las pretensiones de la mujer, que se sentía muy contrariada por aquel nuevo rechazo. Cuando el frustrado pretendiente se retiraba, esta le hizo una observación para que la tuviera en cuenta en lo sucesivo:
- Futuro aspirante a Arzobispo del reino, no olvidéis nunca que cualquier nueva interpretación de la Sagrada Escritura deberá contar con la aprobación de esta monarca. Yo también reinaré por la Gracia de Dios.
- Por supuesto alteza- no tuvo más remedio que convenir el clérigo.
Se produjo a continuación su tercera audiencia, en esta ocasión con el brillante erudito, futura promesa de la Ciencia y el saber, y aquí depositó la princesa grandes esperanzas pues consideró que seguramente éste joven era más inteligente que los otros dos y además más libre de rancios prejuicios. Se equivocó, también el académico se negó a compartirla con otros hombres, estaba demasiado prendado de sí mismo cómo para formar una familia con aquellos ignorantes, un soldado, un religioso y un tendero a los que consideraba muy inferiores a él; no, sus hijos debían ser sabios como su padre y solo su propia simiente podía lograr engendrar seres igual de magníficos.
La muchacha, tremendamente desilusionada y presa del despecho, le despidió dirigiéndole también un alegato final.
- Aspirante a futuro ministro de Educación y Cultura de este reino, mucho habréis de demostrarme ese talento y esas facultades de las que presumís si queréis medrar en mi corte, pues, a primera vista, me parecéis bastante mentecato. Esforzaos mucho, os lo recomiendo.
- Así lo haré alteza- no tuvo más remedio que responder reprimiendo la irritación que le producía su herida soberbia.
Después de esta entrevista, la dama debió hacer un alto en sus audiencias, posponiendo en una hora la siguiente y última entrevista a fin de recuperar su abatido ánimo.
Como siempre hacía cuando se encontraba triste o asustada, corrió en busca de su querido primo, que también vivía en palacio. Él, aunque un poco atolondrado y vago, era aparte del familiar más cercano después de su padre, su amigo, su confidente, su consejero, su compañero de juegos y travesuras. Ambos se querían mucho y la chica quiso hacerle partícipe de aquella especie de peculiar juego. Le expuso la situación y le preguntó si estaría dispuesto a casarse con ella y ser el futuro rey consorte, compartiendo el cargo y su persona con los otros candidatos.
El joven le contestó que no tenía inconveniente, él, aparte de ser su primo y amigo, no le desvelaba ningún secreto diciéndole que andaba enamorado de ella. Si su felicidad dependía de formar esa familia tan peculiar y atípica, podía contar con él.
La princesa, henchida de felicidad, tras besar al quinto aspirante corrió a contar a su padre que había de tener en cuenta a un pretendiente más.
Este se enojó no poco con aquella nueva descabellada propuesta, entre otras cosas porque su sobrino era un cero a la izquierda, solo se le daba bien la jardinería y el cuidado de los pájaros, no aprovechaba nada los estudios y parecía tener alergia al trabajo, salvo el relacionado con sus aficiones.
- Pero, Alejandra, si es un desastre, y encima ni siquiera es tu primo auténtico, es adoptado.
- ¡Ya!, más a mi favor padre, es la persona que más quiero en el mundo, después de vos, y deseo que sea mi compañero de por vida y el padre de mis hijos.
- ¡Pues te saldrán holgazanes y narigudos como él!
El rey, la dejó marchar, convencido de que todo aquello era una locura pasajera y muy pronto bajaría de las nubes y sentaría la cabeza.
Más entera y contenta, la princesa afrontó la última cita, en esta ocasión con el apuesto burgués, trabajador incansable y de reconocida astucia para los negocios.
Realmente el hombre no estaba al corriente de lo que habían contestado los anteriores aspirantes a la mano de la heredera, nada había trascendido, pero sí sabía por supuesto de quienes se trataba. Al oír la propuesta de un matrimonio compartido, el inteligente joven no tardo un segundo en reflexionar y decir que aceptaba. Su despejada mente en un instante valoró las ventajas que traerían a sus negocios el contar con la protección del bizarro militar, las bendiciones y apoyo moral del virtuoso clérigo y los avances tecnológicos que pudiera proporcionarle el erudito académico, amén de convertirse él mismo en monarca.
De tal manera, el mercader dijo sí a la sucesora del trono causándole una gran alegría. Mas esta fue efímera, pues cuando aquella le puso al tanto de la negativa de los otros tres rivales y la aparición de un nuevo concurrente, el famoso primo de la muchacha, bien conocido en la corte, el ciudadano se echó para atrás; de ninguna manera compartiría su alcoba y su hacienda con aquel sujeto capaz de echar a perder sus empresas.
La princesa, indignada con la crítica hecha a su familiar, con la variabilidad de aquel sujeto pendiente en todo momento de su olfato para las ganancias o las pérdidas, y seguramente capaz de vender a un buen amigo por sacar alguna ventaja financiera, le despidió con cajas destempladas, dedicándole unas últimas palabras antes de que abandonara el salón de audiencias.
- Señor comerciante, si queréis negociar, prosperar y ser feliz en este reino, os pido encarecidamente que cumpláis nuestras leyes escrupulosamente, que seáis muy puntual en el pago de los impuestos y os mostréis notablemente generoso con los más desfavorecidos.
- Así lo haré alteza- respondió el burgués, un tanto confuso ante la duda de si la decisión tomada era la mejor para sus futuros beneficios comerciales.
Fueron amargos aquellos rechazos para Alejandra y desde luego tardó varias semanas en aceptarlos y recuperar su autoestima, pero en ese tiempo de pesadumbre maduró su decisión final, ya inmutable, por mucho que contrariase a su augusto padre, contraería matrimonio con su primo y ese sería el futuro rey consorte.
Se celebraron venturosamente los esponsales y hay que decir, que ambos conyugues disfrutaron de una venturosa y larga vida. Ella fue la mejor reina que tuvo ni tendría nunca el país y sus súbditos la amaron con locura, puesto que notaron siempre que cuantas decisiones tomaba, estas iban encaminadas al bien común. Él… bueno, fue su fiel consejero toda la vida y su apoyo moral en los peores momentos. Llenaron el palacio de niños y fueron muy, muy felices.
*
Y ahora viene la parte de la fábula que no debes contar. Alejandra encumbró a aquellos hombres que la habían rechazado porque realmente eran los mejores en sus campos, y fueron sus leales y eficientes servidores, pero no dejó sin castigo su egoísmo, prepotencia y arrogancia. Para empezar procuró, con su sobrado poder y tremenda sagacidad, que entre los hijos de sus consortes oficiales hubiese muchísimos bastardos. Y, por otro lado, se acostó con cada uno de los cuatro como y cuando quiso. Ella a su vez, coleccionó entre sus numerosos vástagos una florida muestra de cada una de esas ilustres personalidades, niños a los que por supuesto amó tanto como a los legítimos. Y su esposo jamás puso la más mínima pega, pues para él todos aquellos inocentes infantes eran obra, como no puede ser de otra manera, de Dios Nuestro Señor.
Colorín colorado…
Antonio Castillo-Olivares Reixa
Móstoles, 14/06/17
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